Hay
que ver, cómo has crecido.
Con
qué voluntariosa energía te hemos
ahuecado
el camino
y te
hemos prendido las alas de los omoplatos
para
que antes que aprender a andar
supieras
volar por la vida.
Esos
centímetros de más que intuyo en tu cuerpecito
y te
hacen alcanzar, por ejemplo, el botón
del
ascensor que tanto te gusta,
son
los mismos centímetros
que me
plantaron a mí bajo los pies
cuando
tenía tu edad.
Después,
tus madres, que son las mías,
nos han
regado a ambos con el mismo amor
que a
ti te está haciendo florecer
y que a
mí me enraíza a esta ciudad
y a
esta familia,
que es
lo mismo que decir hogar.
Ese
amor me conecta directamente
con
las tardes de cine,
con la
voz rasgada y su guitarra,
con los
domingos de invierno en el circo,
con la
música de un piano y un violín sobre un cancionero
que
tarareo en la habitación de un piso de la calle San Carlos,
con las
estanterías de libros desordenados,
con un
manojo de lirios junto a una higuera que crece
en
medio del patio de una casita de la Rambla.
Hoy,
veintiocho noviembres después
y solo
dos contigo
(dentro
o fuera de tu madre,
eso da
igual,
yo ya
te quería)
te veo
y me veo a mí
con
los mismos ojos con los que miraba entonces.
Con el
mismo amor envolviéndome,
con
idéntica admiración devota,
con la
misma satisfacción del que no sabe a qué mano aferrarse
de
tantas como le mecen.
Te
hablo a ti, que te veo crecer en mi casa
y
descubrir rincones de un piso que no sabía ni que existían.
Te
hablo a ti, como podría hablarle a cualquiera de los demás,
que también
pertenecen a esta tribu.
Te
hablo a ti.
Y que
nadie se atreva a nombrar el amor
si
antes no te han mirado a los ojos cuando sonríes.
Sublime!
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