lunes, 20 de enero de 2014

El mundo sería mundo

Te pienso cada día al menos una vez.
Y hay días que hasta dos.
Y hay días que hasta tres.
A veces me pasa
que me quedo absorta en aquel febrero,
en la vibración de tus palabras,
en la luz intermitente de un teléfono móvil.
Y otras veces no soy capaz
de ponerle tu cara
a esta ausencia amenazante
que siempre acaba por ganarle la batalla
al tiempo,
a la novedad,
al momento.

No logro dilucidar nada
cuando tomo consciencia de lo doloroso que es
darme cuenta de que te estoy olvidando.
De que estoy olvidando, por ejemplo,
cómo era tu voz,
o tu forma de andar,
o el espacio que ocupaba tu cuerpo.
Y todo eso se me olvida sin querer.
Aunque pretenda retenerte en mi cabeza,
el paso del tiempo sigue siendo ese reloj agónico
que puede conmigo.

Ahora sólo recuerdo nítidamente
tu manera de mirarme aquella noche.
Nuestra última noche.
La última fracción de mi vida
en que tu nombre y la palabra felicidad
pueden permanecer escritos bajo el mismo renglón.

Lo único que sé seguro
es que yo no me merezco tu silencio.
Porque el silencio,
que ahora está encajado entre mis huesos
y moldea todo mi paisaje,
es sucio,
peligroso,
detestable.

Y ahora tengo que aprender a vivir con él
y a vivir sin ti,
sin saber cómo lo hacía antes,
sin saber cómo viví hasta conocerte.

Y tengo que aprender también
a vivir con esta pena,
que es inevitable,
que es como una letanía silbada,
constante,
pesada.
Algo humeante surgido en la lontananza del tiempo,
un adiós perdido en la salitre
que dejaron unas lágrimas resecas,
unas sonrisas tribales
y una despedida dolorosa.

Y ese reguero que escuece aún
escuece mucho más cuando escucho tu nombre
en otros labios que no son los míos.
Porque sólo yo puedo imaginarte en otros cuerpos.
Sólo yo puedo nombrarte.
Sólo yo puedo sentir
que el mundo sería mundo
si tú rompieras tu silencio.

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