Te
pienso cada día al menos una vez.
Y hay
días que hasta dos.
Y hay
días que hasta tres.
A
veces me pasa
que me
quedo absorta en aquel febrero,
en la
vibración de tus palabras,
en la
luz intermitente de un teléfono móvil.
Y otras
veces no soy capaz
de
ponerle tu cara
a esta
ausencia amenazante
que
siempre acaba por ganarle la batalla
al
tiempo,
a la
novedad,
al
momento.
No
logro dilucidar nada
cuando
tomo consciencia de lo doloroso que es
darme
cuenta de que te estoy olvidando.
De que
estoy olvidando, por ejemplo,
cómo
era tu voz,
o tu
forma de andar,
o el
espacio que ocupaba tu cuerpo.
Y todo
eso se me olvida sin querer.
Aunque
pretenda retenerte en mi cabeza,
el
paso del tiempo sigue siendo ese reloj agónico
que puede
conmigo.
Ahora
sólo recuerdo nítidamente
tu
manera de mirarme aquella noche.
Nuestra
última noche.
La
última fracción de mi vida
en que
tu nombre y la palabra felicidad
pueden
permanecer escritos bajo el mismo renglón.
Lo
único que sé seguro
es que
yo no me merezco tu silencio.
Porque
el silencio,
que
ahora está encajado entre mis huesos
y
moldea todo mi paisaje,
es
sucio,
peligroso,
detestable.
Y
ahora tengo que aprender a vivir con él
y a
vivir sin ti,
sin
saber cómo lo hacía antes,
sin
saber cómo viví hasta conocerte.
Y
tengo que aprender también
a
vivir con esta pena,
que es
inevitable,
que es
como una letanía silbada,
constante,
pesada.
Algo
humeante surgido en la lontananza del tiempo,
un
adiós perdido en la salitre
que
dejaron unas lágrimas resecas,
unas sonrisas
tribales
y una
despedida dolorosa.
Y ese
reguero que escuece aún
escuece
mucho más cuando escucho tu nombre
en
otros labios que no son los míos.
Porque
sólo yo puedo imaginarte en otros cuerpos.
Sólo
yo puedo nombrarte.
Sólo
yo puedo sentir
que el
mundo sería mundo
si tú
rompieras tu silencio.
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