domingo, 12 de enero de 2014

Tribu

Hay que ver, cómo has crecido.
Con qué voluntariosa energía te hemos
ahuecado el camino
y te hemos prendido las alas de los omoplatos
para que antes que aprender a andar
supieras volar por la vida.
Esos centímetros de más que intuyo en tu cuerpecito
y te hacen alcanzar, por ejemplo, el botón
del ascensor que tanto te gusta,
son los mismos centímetros
que me plantaron a mí bajo los pies
cuando tenía tu edad.
Después, tus madres, que son las mías,
nos han regado a ambos con el mismo amor
que a ti te está haciendo florecer
y que a mí me enraíza a esta ciudad
y a esta familia,
que es lo mismo que decir hogar.
Ese amor me conecta directamente
con las tardes de cine,
con la voz rasgada y su guitarra,
con los domingos de invierno en el circo,
con la música de un piano y un violín sobre un cancionero
que tarareo en la habitación de un piso de la calle San Carlos,
con las estanterías de libros desordenados,
con un manojo de lirios junto a una higuera que crece
en medio del patio de una casita de la Rambla.
Hoy, veintiocho noviembres después
y solo dos contigo
(dentro o fuera de tu madre,
eso da igual,
yo ya te quería)
te veo y me veo a mí
con los mismos ojos con los que miraba entonces.
Con el mismo amor envolviéndome,
con idéntica admiración devota,
con la misma satisfacción del que no sabe a qué mano aferrarse
de tantas como le mecen.
Te hablo a ti, que te veo crecer en mi casa
y descubrir rincones de un piso que no sabía ni que existían.
Te hablo a ti, como podría hablarle a cualquiera de los demás,
que también pertenecen a esta tribu.
Te hablo a ti.
Y que nadie se atreva a nombrar el amor
si antes no te han mirado a los ojos cuando sonríes.

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