"Espérame -le dijo-,
hasta que veas sonrojarse la luz
de aquel quinqué".
(Ámsterdam amanecerá nevada mucho tiempo después:
el pelo cano,
las arrugas en la frente y en las comisuras de los labios,
la piel desprendida,
el alma volátil
y, en el rostro, otro humor).
"Yo te esperaré con las mismas ganas
de verte,
de trepar las piernas más deseables que nadie pueda imaginar,
de volver a enero,
a la habitación de un
hotel,
a mi boca en tu
cuello.
Con las mismas ganas de volver
a mí.
A
mí
dentro
de
ti.
A ti".
Pero la vida, que cicatriza y hiere a destiempo
e impone verdades a medias, le sugiere: "Sálvate
tú".
Y Ámsterdam se disuelve de la manera más triste en que algo
puede hacerlo:
como si nunca hubiera existido.
"No me olvides, déjame vivir aunque sea en ti.
Si sé que, de alguna manera u otra, vivo en ti,
entonces sé que vivo", recuerda.
Pero ella, que siempre le ha dado la espalda al dolor,
se reconforta pensando: "Lo que no se nombra, no
existe:
he vuelto a acertar".