domingo, 24 de mayo de 2015

La siesta




Podría quedarme horas
observándote mientras duermes:
tus labios pequeños entrecerrados
tu pelo revoltoso entre la cabeza
y la almohada
y las sienes mojadas por el calor
el vaivén de tu torso pequeño
y tu respiración lenta, casi imperceptible,
el olor dulce que emana tu cuerpo y llena
toda  la habitación.
Intuyo la cascada de sueños
que están brotándote de dentro
-si supieras que yo no permitiré
que dejes de cumplirlos-
y te paso mi mano -que es tan grande como tu espalda-
por encima
para plancharte las arrugas
de tu pijama de dibujos
y te cuento los dedos de las manos
y de los pies
y empiezo a hacerte cosquillitas
en tu cuerpo delicado.
Compruebo cómo el sentido de la existencia de uno mismo
cabe en ese espacio tan pequeño
-en la distancia que hay entre mis ojos y tus mejillas-
y se resumen todos los amores en uno solo.
Me siento tan fuerte cuando te observo
que podría dar respuesta a los grandes interrogantes de mi vida:
explicarme por qué la poesía no salva a otros
como me salva a mí
entender que ni siquiera ella hará que regresen
los que he dejado marchar
reconocer que últimamente pienso demasiado en unos ojos verdes.

Te estoy diciendo que abrazaría tus miedos
y pelearía tus fantasmas y combatiría
contra los dragones que nos inventamos bajo las sábanas de tu cama.
Podría alargar ese momento de tu siesta
pero habría vuelto a caer en la insensatez de lo absurdo
y sería un disparate
porque el mundo es un lugar mucho más amable
en el momento en el que abres los ojos
y me sonríes.

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