miércoles, 23 de abril de 2014

Volvería



Música: Coyita de Gustavo Santaolalla

Volvería ahora a ti
como quien vuelve a un país desheredado,
a unos campos ultrajados por memorias andantes,
a la tierra fértil que era tu piel.
Volvería como quien vuelve al laberinto
del que logró salir victorioso
pero no por eso menos culpable.
Regresaría al rastro quedo de un gemido
contagioso
cada dos por tres
y a cuatro voces
con eco en los cinco océanos
(o en los cinco sentidos, si lo prefieres)
a las seis de la mañana
en el séptimo escalón
del octavo balcón
de un piso prestado.
Me quedaría en la energía que fluye
de sístole a diástole
entre tu corazón y mi olvido contencioso.
Desandaría el camino
que me ha costado la ilusión
solo para desvestirte,
para recalificarte,
para describir en braille los vértices
de tu cuerpo
y ponerle nombre a cada uno de tus poros.
Viajaría a octubre,
a septiembre si me apuras,
a la verdad de aquel lunes por la mañana,
a tus manos apartándome un mechón de pelo
de la cara entre beso y beso,
para acodarme en tu barriga
y bailarte encima al ritmo de un silencio
constante y precioso
que vivía entre dos pares de ojos,
dos pares de manos
y cuatro piernas en tensión.
Volvería solo a que me lamieras los arañazos
mientras yo te quito el polvo de espejos
que cayó encima de la última noche
que soñaste conmigo.
Volvería,
y lo haría sin lamentarme de la mala suerte.
Y en silencio,
sobre todo, lo haría en silencio
porque lo único que nos sobraron fueron demasiadas
palabras vacías y desacertadas.
Me bastaría con saludarte y despedirme después.
Hablamos, te diría al marcharme,
y horas más tarde
tu olor en mi piel me respondería en tu nombre.
Volvería si no fuera por el miedo que me das,
y por el miedo que me doy
cuando combino mi humor con tus madrugadas.
No se puede tener miedo a vivir,
me escribiste aquella vez.
Y aquí me tienes.
Tentando a mi propia vida en tu ausencia
a sabiendas que lo peligroso,
lo devastador del miedo
no es poseerlo
sino proyectarlo al horizonte.

lunes, 14 de abril de 2014

Habitarme

De ninguna de las maneras
podría darse el caso
obtuso
de que alguien me habitara por dentro
como lo haces tú:
rellenando los surcos de un presente
moldeado por las dudas
invadiendo mis ilusiones
influyendo en mis planes de futuro
ocupando mi vida y todas sus aristas.
De ninguna manera, digo,
podría eso suceder,
tendría yo que volver a nacer
y llorar tres años seguidos entre sus brazos
para crecer después en una casa con jardín
entre potajes gallegos y coplas entonadas
y tendría que acostarme otra vez todas las noches
durante veintiocho años
dedicándole el último pensamiento del día.
Sencillamente,
nadie podría habitarme por dentro
como lo haces tú
porque entonces la cantidad de amor sería tan desmedida
que me resultaría imposible albergarla en el cuerpo.

martes, 1 de abril de 2014

Un trozo invisible de este mundo

No tenía pensado volver al teatro esta semana. A veces pasa que uno ve espectáculos preciosos y piensa que después de eso no hay nada equiparable. Y Doña Rosita la soltera o el jardín de las flores fue una obra mayúscula. Y más si pisas por primera vez el Tatre Nacional de Catalunya. Y más si, en la entrada, está esperándote Serrat (o la banda sonora de tu infancia) y puedes saludarle.

La obra de Lorca podría ser bautizada como la obra de los mil detalles: musicales, acústicos, sensoriales y, sobre todo, visuales. Detalles al por mayor representados, principalmente, en lo que quiero destacar como el mejor diseño de vestuario que he visto jamás. Además, obviamente, del elenco de actores y de la escenografía minuciosa (no tanto en la forma como en la funcionalidad) que permitió un final cuya imagen puede ser de lo más bonito que hayan contemplado mis ojos (hablo de teatro, claro). Una obra grande. Una producción de alto nivel.

Pero no es mi intención hablar de Doña Rosita en este post. Iba diciendo que no pensaba ir al teatro esta semana pero, casualmente, ojeando twitter, llegué a la noticia de  las nominaciones de los premios MAX 2014. Este año compite con Barcelona (la obra de Pere Riera que tuve el placer de ver en noviembre y que recibe cinco nominaciones), Un trozo invisible de este mundo, que recibe seis, las más importantes: mejor espectáculo, mejor autoría revelación (Botto), mejor dirección (Peris-Mencheta), mejor escenografía (Peris-Mencheta y Carlos Aparicio), mejor actor (Botto) y mejor diseño de iluminación (Valentín Álvarez). La representaban en el teatro de Santa Coloma, así que no pude resistirme. Y ¡menos mal! Qué habría hecho yo si sé que me llego a perder tremendo espectáculo. Sergio Peris-Mencheta, al que conocí por su papel protagonista en Al salir de clase hace unos quince años atrás, dirige con gusto a Juan Diego Botto, autor de los cinco monólogos que forman la obra. Cinco monólogos que hablan sobre la migración,  la resistencia, la supervivencia, la debilidad del ser humano, la injusticia. Cinco textos en prosa cargados de poesía en muchos momentos. Cinco monólogos escritos con las entrañas. En cada uno de ellos Botto agudiza el ingenio para abordar la situaciones desde la ironía más inteligente, o desde la nostalgia más punzante, o desde la comedia más elocuente. Un tipo argentino que vive en Madrid y llama a su esposa desde un locutorio; una nigeriana a la que le espera un amargo final tras sobrevivir a las calamidades de la vida de una inmigrante sin papeles; la historia de los exiliados por la dictadura de Videla. Así se suceden las historias, una tras otra, sobre una cinta (como la de los aeropuertos) que no deja de rodar en bucle y que va expulsando maletas, o que va vomitando distintos dolores (cada uno que entienda la metáfora como quiera).

Nunca se me ha dado bien comparar, pero si Valentín Álvarez no gana el MAX al mejor diseño de iluminación, la vida será un poquito más injusta (si cabe) de lo que es. Es importantísimo lo que hace en Un trozo invisible de este mundo. Un trabajo impecable y absolutamente necesario en el devenir de estas historias que, si toman tanta fuerza es, en parte, gracias a la luz. A la luz de dentro, es obvio: la de los personajes, la suya propia, la intrínseca, pero también a la de fuera, la de esos focos que no hacen más que resaltar la injusticia humana de una forma elegante, tan sutil como explícita a veces. 

Es incalculable la cantidad de talento que cabe en una hora y media, en la que todo sucede a pedir de boca. El trabajo de Juan Diego Botto y de Astrid Jones es realmente bueno, con una intensidad constante del cien por cien y con una entrega absoluta.

El teatro siempre merece la pena y si, además, sirve para defenderse, para expresarse, para denunciar, pocas cosas pueden ser más emotivas que el arte en sí mismo: una buena obra y la platea en pie.