No tenía pensado volver al teatro
esta semana. A veces pasa que uno ve espectáculos preciosos y piensa que después de eso no hay nada equiparable. Y Doña Rosita la soltera o el jardín de las flores fue una
obra mayúscula. Y más si pisas por primera vez el Tatre Nacional de Catalunya. Y más si, en la entrada, está esperándote Serrat (o la banda sonora
de tu infancia) y puedes saludarle.
La obra de Lorca podría ser
bautizada como la obra de los mil detalles: musicales, acústicos,
sensoriales y, sobre todo, visuales. Detalles al
por mayor representados, principalmente, en lo que quiero destacar como el mejor diseño de vestuario que he visto jamás. Además, obviamente, del elenco de actores y de la escenografía minuciosa (no tanto en la forma como en la funcionalidad) que permitió un final cuya imagen puede ser de lo más bonito que hayan contemplado mis ojos (hablo de teatro, claro). Una obra grande. Una producción de alto nivel.
Pero no es mi intención hablar de
Doña Rosita en este post. Iba diciendo que no pensaba ir al teatro esta semana
pero, casualmente, ojeando twitter, llegué a la noticia
de las nominaciones de los premios MAX
2014. Este año compite con Barcelona (la obra de Pere Riera que tuve el placer de ver en noviembre y que
recibe cinco nominaciones), Un trozo invisible de este mundo, que recibe seis, las más importantes: mejor espectáculo, mejor autoría revelación (Botto), mejor dirección (Peris-Mencheta), mejor escenografía (Peris-Mencheta y Carlos Aparicio), mejor actor (Botto) y mejor diseño de iluminación (Valentín Álvarez). La representaban en
el teatro de Santa Coloma, así que no pude resistirme. Y ¡menos mal! Qué habría
hecho yo si sé que me llego a perder tremendo espectáculo. Sergio Peris-Mencheta,
al que conocí por su papel protagonista en Al salir de clase hace unos
quince años atrás, dirige con gusto a Juan Diego Botto, autor de los cinco
monólogos que forman la obra. Cinco monólogos que hablan sobre la migración, la resistencia, la supervivencia, la debilidad
del ser humano, la injusticia. Cinco textos en prosa cargados de poesía en
muchos momentos. Cinco monólogos escritos con las entrañas. En cada uno de
ellos Botto agudiza el ingenio para abordar la situaciones desde la ironía más
inteligente, o desde la nostalgia más punzante, o desde la comedia más elocuente. Un tipo argentino que vive en Madrid y llama a su esposa desde un locutorio; una nigeriana a la que le espera un amargo final tras sobrevivir a
las calamidades de la vida de una inmigrante sin papeles; la
historia de los exiliados por la dictadura de Videla. Así se suceden las historias, una tras otra, sobre una cinta (como la de los aeropuertos) que no deja de rodar en bucle y que va expulsando maletas, o que va vomitando distintos dolores (cada uno que entienda la metáfora como quiera).
Nunca se me ha dado bien comparar,
pero si Valentín Álvarez no gana el MAX al mejor diseño de iluminación, la vida
será un poquito más injusta (si cabe) de lo que es. Es importantísimo lo que hace en Un
trozo invisible de este mundo. Un trabajo impecable y absolutamente necesario en
el devenir de estas historias que, si toman tanta fuerza es, en parte, gracias a la luz. A la luz de dentro, es obvio: la de los personajes, la suya propia, la intrínseca, pero también a la de fuera, la de esos focos que no hacen más que resaltar la injusticia humana de una forma
elegante, tan sutil como explícita a veces.
Es incalculable la cantidad de talento que cabe en una hora y media, en la que todo sucede a pedir de boca. El trabajo de Juan Diego Botto y de Astrid Jones es realmente bueno, con una intensidad constante del cien por cien y con una entrega absoluta.
El teatro siempre merece la pena y si, además, sirve para defenderse, para expresarse, para denunciar,
pocas cosas pueden ser más emotivas que el arte en sí mismo: una buena obra y la platea en pie.
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